LOS ÁRBOLES CONOCEN EL SECRETO

Se dice que cuando los árboles poblaron la Tierra tenían una marcha formidable y se desplazaban de aquí para allá, siempre de noche, con la única precaución de no tropezar en sus propias raíces y sus caprichosas ramas. También podían hablar bajo la luna, aunque en un lenguaje especial y no accesible a otras especies. Se dice que todo se fue al traste con el asunto de la manzana y que Dios imputó al manzano, y con él a todos los árboles, en el caso de la tentación a Eva.
Dios castigó a los árboles a permanecer inmóviles por los siglos de los siglos y a poder ejercitar el habla solamente cuando la lluvia y el viento fueran tan intensos que las palabras de los árboles se confundieran con su rumor. Adán pidió un alivio de la pena, la culpa, dijo, ha sido de Eva –y aquí empezó todo– pero solamente consiguió que Dios autorizase a los árboles a moverse en un perímetro restringido. Por esto los árboles, desde entonces, hunden y extienden las raíces de acá para allá como si en ello les fuese la vida, crecen en dirección al creador y extienden copa y ramas a derecha e izquierda, recordando aquellos viejos y maravillosos tiempos cuando todo era tan sencillo como sacar las raíces de la tierra profunda y empezar a andar. De levantar el castigo sobre el habla, Dios no quiso ni hablar. Dicen los eruditos en la materia que los árboles supieron desde el principio que Eva era tan inocente como ellos en el asunto de la manzana y que Adán se dejó sobornar por la serpiente y por eso la acusó. Por este motivo, desde aquellos tiempos tan antiguos, los árboles se han sentido siempre en deuda con las mujeres, porque si bien a ellos se les alivió la condena, a la mujer nunca se la exculpó.
Los árboles nunca se conformaron, y lucharon para mantener sus privilegios. Hace muchos años de ello, siglos, milenios y, ¡pobres árboles!, fueron cayendo, unos por el paso del tiempo, otros por el peso de la civilización, unos más por la desmesura de los hombres y algunos por rayos caídos en zigzag del cielo, ellos siempre pensaron que enviados por Dios. Unos cuantos, no obstante, resistieron y así surgió un linaje de árboles centenarios que, a pesar de acabar cayendo, dejaban en su lugar la raíz para que otro pudiera nacer. Los árboles nuevos compartían la longevidad de sus predecesores y la energía e impetuosidad de la juventud, desde siempre capaz de grandes proezas.
De la excelente estirpe que fue mejorando la especie, quedan unos centenares de árboles esparcidos por todo el mundo. Y nadie sabe por qué, unos cuantos de estos ancianos árboles que poseen la sabiduría de quién todo lo ha visto pasar y nada le ha dejado indiferente, se concentran en un territorio pequeño dentro de la Conca de Barberà, al abrigo de las Montañas de Prades y cerca del monasterio de Poblet.
Los árboles se extienden por su término, la mayoría por la parte del bosque. Se dice que les gusta el sol y la compañía de conejos, perdices y liebres. Que les place oír el río y el canto del agua y que gozan acogiendo los nidos del petirrojo. También aman la lluvia y el olor de las setas y tener tan cerca las montañas; de seguro irían a su encuentro si se pudieran liberar. Aparte de estas diversiones, a los árboles les encanta que el viento les haga girar y poder ver el pueblo alargado, con una sola casa muy alta, el campanario. Con su vista tan nítida y desde un punto tan privilegiado se deleitan de ver a las mujeres que con su movimiento incesante hacen funcionar el mundo y la historia, siempre con un gesto callado.

De lo que se dice y se diga
yo me empecé a hartar,
y una noche de luna llena,
estábamos en primavera,
me fui hasta Les Planes,
un lugar para soñar.
Me acerqué en silencio a la encina,
no soplaba viento ni llovía,
pero la pude oír hablar.
La encina decía palabras,
Iimpias, llanas y claras.
Miré hacia dónde ella miraba
y allá abajo en Riudabella,
el serbal escuchando,
en su turno también hablaba
y mientras hablaba,
la vuelta se daba
y a los castaños llamaba.
Yo allí de pie,
quieta y expectante,
como si de un sueño se tratara
los ojos me frotaba.
Las historias que se contaban
eran para reír y llorar,
para temblar y pensar
y aquí solamente algunas
os he podido relatar.

 Teresa Duch, Escritora