Encina de Les Planes


CARACTERÍSTICAS

La encina tiene una copa amplia, densa y redondeada, con hojas perennes, largas, oscuras y ásperas en el anverso y con muchos nervios en el reverso. Sus frutos, las bellotas, son una importante fuente de alimentación para la fauna salvaje. Especie típicamente mediterránea, es el árbol más característico de la Península Ibérica. Forma bosques llamados encinares.

Usos

Las bellotas se han aprovechado para el consumo del ganado, su madera para la elaboración de herramientas de campesinos y otros utensilios de carpintería, y las ramas, para leña y carbón vegetal.

CURIOSIDAD

La expresión popular “vino de sarmiento, aceite de oliva, pan de trigo y leña de encina, ” da fe de la calidad de la madera de este árbol para su uso como combustible.

ENCINA DE LES PLANES

Presenta buen estado de conservación, con forma redondeada, y un tronco de gran diámetro protegido por una tímida corteza estriada y grisácea. En ella se pueden observar unos rebrotes que dificultan la apreciación del tronco, que se divide en un número importante de ramas repartidas de forma bastante homogénea.
La encina de Les Planes se sitúa entre dos fincas, pudiendo ser este el motivo por el cual se haya conservado a lo largo del tiempo. Desde su sombra, se vislumbra una magnífica vista del castillo de Riudabella, del monasterio de Poblet, de las Montañas de Prades y de buena parte de la comarca de la Conca de Barberà. Muy cerca se halla una balsa de lona de grandes dimensiones, que desde 1981 abastece de agua a la población de Vimbodí.

Perímetro del tronco a 1.30 m 2.63 m
Perímetro en la base del tronco 5.00 m
Altura 14.00 m
Anchura de la copa 12.76 m

Situación:

Coordenadas GPS  del aparcamiento:
X, Y: 335068, 4581482
Lon, Lat: 1º1’40.5685”,  41º22’4.6750”

Coordenadas GPS del árbol: 
X, Y: 335063, 4581372

Acceso a pie:

 

SOLA

No me acuerdo de cuánto tiempo llevo aquí. Sola. Yo era la única encina y la más vieja. Después crecieron los otros árboles y tuve compañía y conversación. A veces, demasiada. Demasiados pinos, demasiados robles, demasiado tomillo, demasiada juerga y algarabía. Lo pensaba entonces, pero ahora ya no. Ahora pienso que mi bosque era un paraíso, desde donde se vislumbraba la tierra prometida, una tierra prometida con montañas y valles, castillos y monasterios, pueblos y comarcas.
Pude ver el payés como, corriendo, venía con decisión hacia el bosque. Sorprendida e indignada observé que con el hacha cortaba una rama de pino y volvía a marcharse como un rayo. ¿Qué demonios le pasaba? Yo ya lo conocía. Hacía años que rondaba por aquí, bien atareado con su viña. Le paso la arada, la azufro, la podo, la despunto, la vendimio. Y vuelta a empezar. No me sorprendía el ciclo. En la naturaleza, los ciclos son la cosa más natural del mundo.
El payés empezó a golpear el suelo con la rama. Me pareció que estaba desesperado y estuve segura de ello cuando le oí gritar: ¡Auxilio, socorro, ayudadme! Entonces me di cuenta. No golpeaba el suelo, sino el ribazo donde había prendido el fuego. De vez en cuando lo hacía. Conocía bien su oficio; toda la vegetación que crecía en el margen le robaba el alimento con el que se alimentaba la viña. Y lo hacía con precaución, con cuidado; nunca se le había escapado de las manos. Pero aquel día el Cierzo le jugó una mala pasada. El payés iba de aquí para allá y golpeaba sobre el fuego con todas sus fuerzas, mientras seguía pidiendo ayuda.

Recuerdo que pensé que, en medio de los chasquidos y crepitaciones del fuego, sólo Dios le podría oír. Yo aún no entendía su desesperación y no era consciente del alcance de lo que estaba a punto de suceder. Hasta que vi saltar, como un demonio, aquella llama en dirección al bosque. El fuego corría vertiginosamente, avivado por el viento que siempre había mecido, a veces suavemente, a veces con gran fuerza, mis ramas y me había refrescado en los atardeceres calurosos de verano. Vi impotente como el bosque y todos los compañeros se iban quemando bajo el fuego implacable, y como el payés, erguido y sin esperanza, levantaba los brazos hacia el cielo con los puños cerrados.
Todavía ahora no sé quién me salvó, ni por qué. Dicen que al fuego le gusta trepar por la montaña y yo estaba en el punto más bajo. Y –esto no lo cuento nunca, sé que nadie se lo creería– el Cierzo dejó de soplar cuando el fuego estaba a tres metros escasos de mi tronco. El payés se quedó aquí hasta que el bosque dejó de arder. Después, vino hacia mí y me abrazó. Lloraba. Cuando sentí sus lágrimas en mi corteza, yo también lloré, por el payés, por los árboles quemados, por el bosque y porque acababa de quedarme sola, muy sola. Y desde ese día, hasta hoy. Cerca están los almendros, el sembrado, los viñedos, los olivos y los avellanos, pero nunca más ha vuelto a crecer un árbol de bosque aquí; tan solo sosos matorrales sin conversación.

 
 
Teresa Duch, Escritora